DESDE LA BARRERA. Primera entrega.


  Bienvenidos a todos, en esta ocasión traemos la primera parte de una historia que narra las realidades sociales de Nuestra Latinoamérica. Esta narración es a propósito del debate sobre racismo y clasismo que tan solo recientemente ha comenzado a ventilarse en nuestro Continente, aunque el contexto en el que se desarrollan los hechos se ubica  entre los años 70`s del siglo XX y la crisis de 2008.


El siguiente relato es un tributo a Jacinta de Siqueira y como muestra de simpatía al Movimiento Poder Prieto que se está desarrollando en México.

Con cariño, y recordándoles el respeto a los derechos de autor que reconocen y protegen oficialmente esta y todas las demás entregas semanales de esta historia.


DESDE LA BARRERA

I

Las doce del mediodía y a santiguarse. Como todos los días, la gente de este pueblo de la Región Maya había cumplido con la tradición de hacer la señal de la cruz al oír las doce campanadas que la iglesia puntualmente recordaba a sus devotos feligreses, que había que agradecer a Dios el haber llegado hasta ese punto, en las condiciones que fueren, sanos, enfermos, felices o desgraciados, agradecer al Padre es una buena costumbre católica; amén de ser una de las pocas costumbres indiscutiblemente democráticas del Pueblo.

Pueblo, así lo identifica su propia gente, aunque a decir verdad, ya hace algún tiempo que había alcanzado el estatus demográfico de ciudad, pero afortunada (o desafortunadamente), conservó su aroma rural y nadie se refiere a él como su ciudad sino como su pueblo y todo lo que hay en él es de pueblo.

La gente continuaba con el trajín acostumbrado: la infancia en la escuela, las madres amas de casa, a lo suyo para tenerlo todo listo para cuando lleguen los niños y el marido. Las mujeres, las que estaban incorporadas a la vida económica y laboral, a esas alturas del día, ya llevaban cuatro o cinco horas despachando en la tienda, en “la lonchería” o en la tienda de abarrotes atendiendo clientes, o en el salón de clases enseñando a “los hombres y mujeres del mañana” como adoran decir los políticos en sus discursos grandilocuentes.

Todo era igual, bueno, igual que cualquier día de la primera quincena del mes de mayo, igual, pero con un nerviosismo entusiasta impulsado por la certeza de que las fiestas del pueblo ya estaban a la vuelta de la esquina, lo curioso es que, aunque todos en el pueblo vivían este nerviosismo, nadie lo manifestaba públicamente, es decir, era un gozo íntimo, era la espera de algo ya sumamente conocido por ser tradicionalmente repetido año con año, sabían que nada nuevo iba a suceder. Nadie ambicionaba algo novedoso o inesperado, y sin embargo, en el ambiente flotaba un sentimiento de expectación.

Las fiestas en honor al Gran Poder de Dios iban a celebrarse igual que todos los años: misas, procesiones plagadas de cantos y oraciones, convites en donde participaban las autoridades eclesiásticas y políticas y gente allegada a estos dos estamentos. Concursos de comida típica, la tradicional jarana en la Vaquería Oficial de las fiestas, las verbenas en donde tocaban, alternándose durante casi toda la noche, grupos musicales locales con otros más afamados en el ámbito nacional, y el plato fuerte: la corrida de toros. Fuerte por lo tradicional, lo emocionante y lo insultante por extravagantemente caro, si lo subsumimos a las condiciones económicas en las que vivía la mayoría de estos lugareños.

Nada era distinto en la casa de Don Salvador Arámburu Al Farahdi, una casa que a cualquier persona le hubiera gustado tener, fresca por amplia, los techos altos y adornados sobriamente por esas vigas que todos hemos visto en las casas antiguas, todo antiguo y exquisitamente conservado, los suelos brillantes y despidiendo una limpia esencia de pino, los adornos que forman los azulejos resultan doblemente encantadores, por bonitos y por no encontrarse más en el comercio, pues fueron elaborados por artesanos locales hace ya más de un siglo; las paredes delicadamente pintadas en una combinación de dos tonos pastel divididos por una exquisita cenefa que da a la rica morada, esa distinción de pertenecer a la clase adinerada con aire de pueblo.

En la casa para esa hora del mediodía todo funcionaba al igual que el pueblo: sin novedad, Doña Fátima, la Señora, pendiente de que todo estuviera en orden; la servidumbre, indígenas y aunque muy jóvenes, llevaban ya muchos años trabajando para esta misma familia. Esta servidumbre estaba compuesta por el “Chel” y Cristina. El Chel, que era el recadero, jardinero y cualquier cosa que se ofreciera, a esas horas, cumplía con su labor principal que era la de supervisar jardín y patio para que cada cosa estuviera en su lugar y Cristina era “la sirvienta”, “criada” “famula”, “chacha” “mucama” “gata” o como cada quien guste llamarle.

A Cristina le había llegado la hora de ir a por las tortillas al único molino en el pueblo. Las tortillas de maíz, era otra de las cosas democráticas del lugar, sobre todo, a la hora de la comida principal, estaban presentes en las mesas de todos los hogares: desde las mansiones, hasta las humildes casitas de huano y yeso.

Por supuesto que esa tarea era de las sirvientas y no de los criados; así, el Chel, sólo había ido en pos de este alimento sine qua non, en contadísimas, muy raras y excepcionales ocasiones aún cuando una de sus actividades en la casa de los Arámburu era precisamente la de recadero.

Además de esos encargos rutinarios, había otro que sí solían turnárselo. Todos los días, antes de la hora de la comida, había que llevarle los alimentos del día a quien Doña Fátima consideraba su tío bisabuelo, un señor, con demasiados años a cuestas que vivía en una casa antigua que daba la impresión, desde fuera, de estar abandonada.

El tío Paxim, le llamaba Doña Fátima, era un hombre flaco, alto, muy arrugado, de ojos azules y era, un auténtico huraño, nunca salía a la calle, lo que necesitaba le era suministrado puntualmente por su sobrina Doña Fátima por medio de Cristina y el Chel, solamente con estos dos últimos hablaba y sólo cuando era algo relacionado con sus requerimientos de alimentación y subsistencia básicos. Por supuesto que a su sobrino bisnieto, hijo de los Arámburu, Salvador, sólo le vio cuando la propia Doña Fátima se lo llevó recién nacido para que lo conociera. Fue la única vez que vio al viejo sonreír y decir algo de alguien, y para mayor sorpresa, algo bueno:

- Éste si va a ser un noble en toda regla. – dijo el viejo tomando en sus brazos al niño. Debut y despedida, nunca más lo hizo.

Doña Fátima siempre se quejaba de lo raro que era su tío, no entendía como podía ser tan arisco que incluso se negara a que Cristina fuera por lo menos un día al mes,  a limpiarle la casa, o peor y más necesario aún, era incomprensible que ni siquiera hubiese permitido la entrada de albañiles que Doña Fátima propuso para que le arreglaran los techos que se le estaban cayendo a pedacitos.

Aparte de de estos dos trabajadores ya de planta, en la casa estaban también las dos sirvientas del momento ¿del momento? Sí, del momento porque a Doña Fátima era difícil complacerla y tras varios años de someter a estrictas pruebas a un sinfín de candidatas para el puesto, no había podido encontrar a la trabajadora ideal que pudiera repartirse las tareas con Cristina.

Esto es típico de las señoras de su distinguida alcurnia; doña Fátima, provenía de una familia de rancio abolengo en el país, venidos de tiempo atrás de tierras ibéricas y dentro de la cual, había habido dirigentes políticos, intelectuales, miembros insultantemente ricos y también los había habido solemnemente pobres a quienes los negocios iniciados en tierras americanas no les salieron bien y no pudieron levantar cabeza; por supuesto que doña Fátima de Madroñero y Septién pertenecía a la primera rama familiar, la de los mandones, lo que le permitía llevar con orgullo sus apellidos de tan fina prosapia.

Aunque también, estando ya más allá del bien y del mal social, porque su status no peligraba, presumía de todos los miembros de su familia, sobre todo, de los miembros pobres, porque esto, además de no suponerle riesgo alguno, le daba un toque de dignidad y legitimidad al apellido, la hacía sentirse afín a la descripción del Quijote, personaje de cierto abolengo pero fuera de lo común: aventurero, venido a menos y loco, pero también un soñador bonachón que lo único que quiere es salvar a la humanidad e imponer ante todo, la moralidad en los actos, pensamiento resumido en una máxima: nobleza obliga.

Don Salvador, a esa misma hora, solía estar en el rancho, debido a la proximidad de las fiestas, esta vez se encontraba afinando con el señor Alcalde, los detalles de las 4 corridas de toros que se iban a celebrar.

De las corridas de toros hablaban a la salida del colegio un niño rubio de ojos verdes, conocido en el pueblo como Chan Salvador o “chavita”, para los amigos muy, muy cercanos, y una niña de tez morena clara y pelo castaño, era Rocío, Chío, para todos sus coterráneos.

- Chío, ¿te va a llevar tu papá a las corridas este año? ¿puedo ir también este año con ustedes?

- Ya sabes que sí.

- ¿Y tu mamá también va a ir?

- Sí. ¿Ya viste a los toros que se van a torear?

- Sí, ayer me los enseñó mi papá, diez cebús enormes.

- ¿diez? ¿y por qué no los doce?

- Es que dice mi papá que hay que dar oportunidad a otros criadores, que para que no digan…

- Ah.

El “ah” hacía alusión a una práctica que ni era secreta ni era inicua, pero que la niña percibía como normal y la asumía sin ningún reparo porque inexplicablemente, la tomaba como una práctica inofensiva, pues, ¿cuánto más daño podría hacer que el padre de Chava pudiera pactar con la autoridad la venta del mayor número de reses posible? Además, a Chío hasta le parecía generoso que fuera a iniciativa de Don Salvador que se diera oportunidad a otros ganaderos.

Al llegar al final de la calle, los dos amigos se despidieron y cada uno se dirigió a su domicilio.

Chío era la clasemediera prototipo del pueblo, en medio de los que vivían en el centro del poblado con casas preciosas y los del cinturón de pobreza, en medio. Casa bonita y sobria, también de techo alto pero más pequeña y con menos exquisiteces que la de su amigo Chavita, pero tenía el encanto del nivel cultural de sus moradores. Esta casa, no olía a pino, sino a un ligero aroma del desinfectante natural que usaba la gente de esta condición: petróleo, que había sido aplicado en dosis de pequeñas gotitas en una escoba hecha de huano con el mango largo de madera rústica, la “mis” de los mayas. El aroma era fuerte, pero en la dosis idónea, resultaba un olor a limpio y desinfectado.

Al entrar a casa, antes de gritar el largo y acostumbrado “mamá” Chío, con las tripas en pleno mitin de protesta por la falta de alimentos, pasó, como siempre en donde la Chichí tenía el altar de San Bernardino de Siena, al que adoraba todos los días sin falta, como se debe, con comida; y ya con la confianza creada entre el Santo y la hambrienta, esta última tomó una de las tortillitas de maíz y se fabricó un taquito con un poco del picadillo que había en la ofrenda. Se chupó los dedos y sólo entonces llamó a grito pelado:

- ¡Mamá!

Era un cuadro clásico de los días de escuela, Chío con su ya consabido santo hurto consentido, sudando a todo sudar, la blusa blanca del uniforme escolar con huellas en el cuello del polvillo de tierra roja, el k`ankab, que llegaba guiado por el viento cálido desde las afueras, en donde estaban los cultivos, hasta el centro mismo del pueblo; mochila de cuero cerrado por dos correas y que todos los días lo depositaba en la misma habitación del Santo, el peinado de la mañana ya en decadencia y dirigiéndose a la cocina.

- Niña, nunca te lavas las manos antes de robarle la comida al Santo de tu abuela, con todo y tierra agarras con tus manazas la comida y encima, te chupas los dedos.

- Es que tengo mucha hambre ¿y mi papá?

- Donde siempre, escribiendo. Bueno lávate las manos, cámbiate y ven a comer que si no, luego estamos a las carreras para la clase.

La clase era muy especial, sobre todo en este pueblo de indígenas, mestizos y descendientes de criollos en donde se enseñaba la jarana y el danzón folklórico. Las clases de Chío eran exclusivas, su madre, que era a la vez su profesora privada, provenía de una familia que gustaba de la música y los bailes españoles, Doña Mimí, que así se llamaba, había aprendido en el Instituto de las Bellas Artes de la Capital, la danza bolera, la jota aragonesa, y ¿cómo no? Los palos del flamenco: bulerías, alegrías, fandangos de Huelva, soleares, garrotín, malagueñas, rumba, zambras y sevillanas además de tocar de una forma bastante aceptable las castañuelas, empezó desde los cuatro años y siguió aprendiendo hasta que se casó con su auténtica media naranja: Don Juan Antonio, taurófilo de hueso colorado, afición que le venía de su padre, soñó con ser torero pero la afición y la cordura le dijeron que su ruedo era el periodismo taurino, el papel su muleta y la pluma su estoque; vivían, él y su familia, desahogadamente gracias al tino de hacer de su afición y pasatiempo favorito, su modo de vida.

Don Juan Antonio escribía sobre todo lo que rodeaba al mundo del toro: hablaba de toreros famosos y no tan famosos, recordaba hitos de la tauromaquia, analizaba pasado, presente y futuro de la Fiesta, entrevistaba a los ganaderos regionales y por supuesto también ejercía como crítico. Sus artículos se publicaban semanalmente en varios periódicos de tirada regional, eran bastante aceptados por los lectores ya que demostraban un profundo conocimiento de este arte de Cúchares, tan fácil de querer y tan difícil de entender, pues como decía el mismo Don Juan Antonio: cada quien su toro y su torero.

Chío y Chan Chava coincidían en lo mamado en el seno familiar, ambos escuchaban música popular, popular de todos los sitios, no había una preferencia piramidal, en ambas casas se podía escuchar por igual a Los Churumbeles de España, que a Agustín Lara, a Marisol o a Joselito; tan placentero era cantar “Granada” o el “toro y la luna” en versión ranchera que escuchar el “Huapango Torero” con estilo aflamencado, el “Relicario” cantado por artistas nacionales, o deleitarse escuchando “Novillero” interpretada por un cantaor español; el abanico de opciones musicales era amplio, así que material artístico había de sobra para pasárselo bien en un pueblo bastante común.

- ria, ria, ria ta, pi, ria, ria, ria, ta pi; bueno después de eso, vienen siete veces, ta, ria, ta, vamos: un, dos y tres…

Así se pasaban Chío y su madre dos horas a diario, una para las castañuelas y otra a los palos del flamenco, todos los días, religiosamente, se reunían maestra y alumna en la habitación destinada a este fin, con el suelo preparado con madera para el zapateado; una de las paredes estaba cubierta con un gran espejo y el resto, exhibían sendas fotos en tamaño póster. Una era Doña Mimí con traje flamenco, era una imagen en movimiento, ejecutando una vuelta que la retrataba con poderío. Las otras dos fotografías eran de dos de las máximas exponentes del flamenco en el Continente: la una, Lucero Tena, actualmente, sólo especialista en castañuelas pero que en sus años mozos bailaba como la diosa Terpsícore; y la otra, Pilar Rioja. Llevaban estas tres imágenes, tantos años siendo testigo de la constancia de Chío y su mentora que ya podían otorgarle a la alumna el nivel avanzado pues lo tenía ya bastante bueno en todas estas españolerías.

- Bueno, ¿terminaste ya todas las tareas?

- Sí, pero tengo que ponerle dobladillo a mi bordado.

- deja que te lo pongo a máquina.

- No, el maestro dijo que se lo pusiéramos nosotras a mano.

- Bueno, pues apúrate para acostarte temprano.

Chan Chava en cambio, no tenía que ponerle dobladillo a nada, sus siluetas de toros hechas de madera ya estaban listas para entregar, el último barniz se los había dado en la escuela en el mismo taller de carpintería del colegio que los varones cursaban obligatoriamente como parte de la educación tecnológica; gracias a su presteza, ahora podía hacer, en secreto, lo que más le gustaba: practicar lances con la capa de su disfraz de mosquetero ante el espejo de su estante, y con la puerta de la habitación cerrada a cal y canto, Chavita recordaba lo que le había visto a los Maestros, se había fijado con especial atención en la posición de los codos y la forma precisa de coger el capote, plantado, con garbo, una verónica, retomar el terreno, otra, otra, vaya toro más pastueño, el público, compuesto por la cama, la mesilla de noche, la lámpara, el reloj y los demás objetos de su habitación gritando enloquecidos oles y para rematar la serie de Verónicas perfectamente acompasadas y preciosamente bajas, una rebolera; se miró al espejo desafiando al toro que estaba detrás de él y decidió que a la serie no le faltaba ningún adorno de relumbrón, éste sólo estropearía la elegancia de su perfecta ejecución.

- ¡Don Chan Salvador, Don Chan Salvador! le llama su mamá, que si va a querer pan dulce o caldo de pollo con tostadas para cenar, - era la voz de Cristina.

“¡Paella!” Pensó Chavita, “como lo haría el Gran Maestro Fermín Espinosa, Armillita después de una tarde de gloria”. Salió inmediatamente de su ensueño y finalmente respondió:

- Caldo de pollo con tostadas, gracias.

- Y dice su mamá que ya salga, que ya es tarde.

- ´ta bueno, ya voy.

Chava contestó rápidamente mientras su imaginación corría a mil por hora, imaginaba que la familia que le esperaba para cenar, eran los del mundillo que aguardaban para elogiar al triunfador de la tarde, le esperaban para romper el ayuno al que está obligado un matador antes de una corrida. No tuvo tiempo de practicar el segundo tercio y menos la Suerte Suprema, eso lo tendrá que hacer mañana y pasado respectivamente, no tenía importancia, la única pega que había era el estoque, le había echado el ojo a la vara de metal con el que se atraviesa a los pollos para asarlos en el horno, pero la condenada cocinera de turno, tenía fijación con hacerlo extremadamente bien para satisfacer a la exigente Doña Fátima y quedarse como parte de la servidumbre de planta, por lo que no se movía del habitáculo más que para ir al baño.

Había que tratar de sustraer tan flamenco artefacto sin que X`Pet, la cocinera, lo viera, porque si el hijo varón de la casa que no entraba nunca a la cocina ni para beber agua, lo hacía ahora, despertaría todas las sospechas de la pesada sirvienta e informaría a la Patrona, y Chavita no estaba dispuesto a revelar su entrenamiento secreto, pues era seguro que su madre tenía alguna actividad con más provecho con la cual suplir ese rato de ocio;

Claro que no era una tragedia, Chan Chavita, como buen hijo de adinerado estaba predestinado a ejercer una carrera más noble, de este destino manifiesto era consciente y no se le ocurría cuestionarlo, sin embargo, la emoción de mirarse en el momento del lance o del pase ejecutado toalla en mano, armada con un buen palo que encontró para tal efecto, constituían los momentos más palpitantes del día y no quería renunciar a ellos; los sueños deberían permanecer toda la vida.

Los días de fiesta se aproximaban y los trabajadores del “Comité Organizador de las Fiestas” ya se afanaban en levantar la plaza, recinto de la Fiesta Brava, pueblerina, pero brava y con ¿cómo se diría en España? con solera, sí, con mucha solera.

La forma de construir la plaza era sumamente especial, aunque era temporal, sería un sacrilegio clasificarla dentro del género de las portátiles, podía llamársele, si acaso, efímera, pero nunca portátil, porque no servía el coso para trasladarlo a otro lugar. Además, la arquitectura e ingeniería aplicada en la manufactura del coso era tradicional y venía elaborándose desde antaño con los palos jóvenes y delgados del árbol conocido como jabín, toda la estructura estaba elaborada a base de coloc che, un tejido de maderas que formaba el ruedo, un ruedo enorme que también hubiese  podido servir para competiciones de atletismo semiolímpicas, pero a la pasión taurina no le importaba este “pequeño” detalle, por lo tanto, nadie le ponía un “pero”; la plaza tenía una planta baja, a ras del suelo, separada del ruedo por esta celosía llamada coloc che, encima de ésta, un redondel de palcos sostenido por unos postes de madera denominados con lógica semántica, horcones, el suelo de estos palcos estaba hecho también de maderos y cubiertos por una tupida capa de ramas de la planta polivalente, deliciosamente aromática y fresca conocida como palma de huano, casi todos los asientos de la plaza eran sillas plegables de madera, que se colocaban en la planta baja, en el primer y en el segundo piso cuyos palcos eran idénticos al del anterior y que se llegaba a ellos por medio de unas escalerillas de madera que para tal efecto se ponían en varios puntos estratégicos en la parte exterior de la Plaza.

El sitio de la plaza que más arte tenía era la baranda: una tabla que remataban los palcos de la primera planta y que estaba sujeta por la parte saliente de los horcones que venían entrelazados desde el principio por la parte de atrás de la estructura de los palcos y que se prolongaban hacia dentro, mirando al ruedo, para sostener la tabla en cuestión con unos amarres que revelaban la forma en la que estaba discretamente atada toda la estructura  del coso, con bejuco, una especie de liana que se tomaba de la flora local y que era tan resistente que podían sujetarse al mismo tiempo, a una sola de ellas, Weissmüller y toda la pléyade de tarzanes que le han sucedido.

La puerta de toriles también tenía su encanto, no era una puerta, sino una rejilla móvil, hecha del mismo material que el resto del edificio y también en coloc che. El mozo encargado de quitarla y ponerla de forma oportuna para permitir el paso del toro, tenía el privilegio de acomodar a su familia para disfrutar de la corrida, en el “Frangoyo”, término acuñado igual que el de los horcones, es decir, convirtiéndolo de simple sustantivo a nombre propio, para denominar al palco que estaba justo arriba de la puerta de toriles.

Al fin, llegó el tan ansiado jueves, arranque de la fiesta, Chío y su madre se habían dado prisa para poder llegar a tiempo a la procesión inaugural, listas para el arranque, Doña Mimí con la cabeza cubierta con la mantilla que guardaba desde que se graduó en la Escuela de Bellas Artes y que fue regalo de sus padres, por tan memorable acontecimiento.

Esta mantilla, junto con el mantón negro con bordados de flores multicolores hechos a mano y un par de castañuelas de las conocidas en Andalucía como de “filigrana”, habían sido encargados por sus padres a un amigo que tuvo la suerte de ir a conocer la Península Ibérica, y eran las joyas más preciadas de Doña Mimí; la mantilla la sacaba cada año, para las procesiones y misas de las Fiestas del Santo Patrono; el mantón de manila lo lucía en las cenas de Navidad y fin de año, pues el invierno en el Sureste transformaba el calor en un clima suave que no precisaba de una vestimenta especialmente térmica.

De los tres elementos, las castañuelas eran las que tenían un uso diario, eran las castañuelas con las que enseñaba a su hija a tocarlas. Mantilla, mantón y castañuelas estaban destinados a formar parte del caudal hereditario de Chío, por lo que Doña Mimí, con la responsabilidad de saberse antecesora del usufructo de tan preciados bienes, les daba trato de reliquias.

La procesión ya estaba en marcha, todos los feligreses entonaban las canciones que la Iglesia Católica ha enseñado durante generaciones a sus devotos de todo el mundo. La procesión avanzaba en un compás de marcha tranquila, la letra de las canciones y oraciones eran pronunciadas a veces al unísono y a veces, a varias velocidades, de tal forma, que daba la impresión que las palabras caían como una sucesión continua de gotas de agua idénticas formando una fina llovizna de oraciones tranquilas consuetudinariamente reconocibles.

En ese tiempo todos en el pueblo eran católicos, aunque no todos eran practicantes en forma continuada, se respetaba profundamente la religión, pero tampoco se exigía su práctica estricta, por lo que la ausencia de algunos varones en las procesiones y en las misas tenía una disculpa tácitamente aceptada por todos. La ausencia que no tenía explicación era la de las mujeres, a ninguna se le ocurría practicar ese catolicismo pasivo de la mayoría de los hombres, sin embargo, tampoco era una práctica inflexible, se podía faltar a las ceremonias religiosas de vez en cuando, por causas justificadas sin necesidad de dar explicaciones a nadie.

El primer día de fiesta transcurría según lo acostumbrado, después de la procesión, todo el mundo se iba a comer y a preparase para la corrida. Alrededor de las cuatro de la tarde, empezaban a desfilar los aficionados por la calle aledaña a la iglesia y que conducía de forma lineal hasta el coso taurino que para ese momento, como es lógico ya estaba debidamente puesto y dispuesto para alojar a la afición. Por esta calle transitaban todos los estratos sociales del pueblo, otra práctica que era democrática y sólo lo era porque las autoridades del pueblo así lo acordaban siempre, independientemente de las siglas del partido gobernante, cubrir la mayoría de los gastos de las fiestas con el erario público. Quienes tenían voz no protestaban y de quienes no la tenían, no puede saberse, por obvias razones si lo hacían o no. Es por eso que podía asistir la mayor parte de la gente, aunque claro, en la plaza se distinguía por las localidades quienes ocupaban los sitios más caros.

Los conocidos como mesticitos, que en realidad eran indígenas o indígenas como se les quiere llamar eufemísticamente, iban ataviados con su vestimenta diaria, las mujeres portaban el huipil con bordados de flores en diferentes colores matizados, una prenda de tonalidades entre marrones y azul oscuro llamado rebozo, que era la adaptación a las necesidades locales del mantón de manila; el calzado eran unos zapatitos tipo bailarina hechas de plástico con agujeritos que cumplían la doble función de embellecimiento y ventilación; el pelo recogido en un moño sencillo y alto, el cuello ornamentado con una cadenita de oro, que por ahí le llaman “soguilla” de la cual colgaba una cruz, o bien, la imagen de algún santo o virgen, por lo general, la de Guadalupe. Los hombres, de camisa y pantalón blancos, de algodón y sandalias blancas con suela de neumático algunos o de madera otros para los que pudieron darse el lujo de pagar un poco más por el típico calzado y, como complemento útil y ornamental a la vez, un sombrero de paja.

La clase media, (que en su mayoría estaba compuesta por los verdaderos descendientes de mestizos, aunque se podían ya ver algunos con rasgos puramente indígenas que se habían incorporado a este estrato de la pirámide socioeconómica)  iba con la ropa común que se puede encontrar en cualquier parte del mundo que antes llamaban civilizado y que posteriormente, en los tiempos de la información, se le denominaría tercamente como “occidental”.

La clase alta no se distinguía ahora especialmente de la clase media ni por la vestimenta ni por las costumbres, aunque sí de los eufemísticamente mal llamados “mesticitos”, ya no era como antes de las dos grandes revoluciones, habían transcurrido ya muchos años que los indígenas no practicaban cultos que a los antiguos curas y colonizadores parecían exóticos y salvajes, a decir verdad, habían pasado algo más de cuatrocientos años del comienzo del proceso de aculturación y las costumbres originarias habían quedado tan atrás, que hasta a algunos de los propios descendientes de los primeros pobladores les parecía extraños.

Ahora todos creían en un Dios y le rendían culto como los curas católicos habían enseñado en todo el mundo. “Mesticitos”, clase media y blancos asistían a la misa que se celebraba y se sigue celebrando igual que en cualquier iglesia católica en el mundo.

La religiosidad tenía, sin embargo, algunos detalles que podrían resultar raros ante los ojos de la gente ajena a este pueblo, pues a pesar del alto grado de la fe católica de estos lugareños, habían cuestiones que se sobrellevaban según la condición económica de cada quien.

Un ejemplo de ello, era el sacramento del matrimonio, los que podían permitirse celebrar una boda en toda regla, lo hacían con el ceremonial del rito católico, los que no podían gastar dinero en el ajuar y toda la parafernalia nupcial, se “arrejuntaban” para vivir en libre unión con la esperanza de que más adelante formalizarían la unión ante Dios.

Esta situación ocurría, curiosamente entre la gente indígena, que ya sabemos que aquí, se les llama “mesticitos”, las clases media y alta no podían vivir en unión libre, es decir, sí podían de derecho pero no de hecho, la Ley no condenaba, pero la sociedad sí, era algo impensable para ambas clases sociales, pero el caso de los indígenas era distinto, eran tan humanamente invisibles que sus pecados sólo eran notorios para el cura del pueblo, que conociendo las circunstancias especiales de esta gente, hacía de tripas corazón y lo pasaba por alto, cosa que no permitiría a los demás, aunque en realidad tampoco se vio nunca en la necesidad de reprender a nadie de estas dos clases sociales por algo así, pues quien quería vivir en pareja no tenía ni atisbo de intención de hacerlo fuera del matrimonio religioso y civil.

No se piense que estas “sanas” costumbres habían vacunado a la gente  contra “malos” comportamientos, porque no era así, las gentes de este pueblo tan común tenían vivencias comunes: algunas mujeres se veían en la necesidad de soportar con estoica elegancia la infidelidad de sus esposos, algunos jóvenes curiosos exploradores del sexo recién descubierto terminaban su fase de iniciación al amor en matrimonios precipitados por algún embarazo sorpresa y así, como en cualquier otro conjunto social, todos se debatían entre lo aprendido como “buenas” y “decentes” costumbres y el hedonismo vulgar, en muchos triunfaba el deber y en otros el ser, el reconocimiento o condena social dependía de la habilidad que pudiera tenerse tanto para ser bueno como para parecerlo, esto último era muy difícil entre gente tan suspicaz y a veces, hasta mal pensada, como lo eran los habitantes de este pueblo, sobre todo el de las clases dominantes, es decir, la media y la alta.

Después de haber caminado un rato, Chavita, acompañado de Chío y los padres de ésta, llegaron a la Plaza de Toros. Desde fuera, calcularon la situación de sus localidades y subieron por una de las escalerillas de madera, dispuestas en puntos estratégicos desde las afueras de la plaza para poder acceder a los palcos y localidades de baranda. Los cuatro atravesaron el espacio de las sillas plegables, pisando de manera delicada el suelo de coloc che y huano, hasta llegar a la baranda.

Cuando entraron a la plaza, Doña Mimí, su marido Don Juan Antonio y los dos niños ocuparon su sitio de baranda, pues era permitido que los caballeros y la infancia, cualquiera que sea su extracción social, se sentaran ahí, no así para las mujeres perteneciente a la “gente bonita” del pueblo. El caso de la familia de Chío la ocupación de la baranda se justificaba por la gran afición a los toros de la familia. Todos sabían que el matrimonio vivía de su trabajo, pero que aún pudiéndose costear un sitio más distinguido, el tronío de la baranda era cuestión que ninguno de los tres quería dejar de disfrutar. Era de las pocas veces que el qué dirán podía pasarse por alto y a fuerza de costumbre, la gente del pueblo se lo tomaba con naturalidad.

Fue en este momento, cuando revivieron la emoción anual de respirar el aire que se ofrece abierto y mirar con total amplitud el ruedo, en el medio estaba el acostumbrado chumucché, un palo clavado en el albero justo en el medio del redondel; bueno, es justo aclarar que redondel, lo que se dice redondel, tampoco era, en cambio era ligeramente ovalado, lo cual no era obstáculo para que el tradicional chumucché quedara muy bien centrado.

La afición se acomodaba de forma continuada y ordenada y causaba un alegre nerviosismo el barullo y la proximidad del momento del paseíllo precedido por la interpretación de “La Macarena” por la Banda de Música, que el “solo” de trompeta estaba preparado para hacerse como una contestación. Este “solo” era ejecutado por un trompetista “mesticito” que se situaba justo enfrente del palco del Juez de Plaza y de la banda de música.

En este punto, sacaban, que no salía, el primer cebú, unos mozos lo conducían con mucha maña y mucho arte hasta el chumucché y procedían a “cincharlo”, es decir, lo sujetaban al palo en cuestión, con una cuerda que pasaba por el lomo y por la zona del rabo del toro, ahí el cinchado se quedaba un rato esperando el momento de ser soltado.

Sólo después de esto, a orden del Juez de Plaza, sonaban parches y metales. Automáticamente, el barullo desaparecía y el público gritaba a coro: ¡oleeeeee!  Las miradas se dirigían hacia la puerta de toriles, sí, para sentir la emoción de ese momento especial, sólo se requieren una de dos circunstancias: amar la esencia pura de la Fiesta Brava o amar a esta Tierra.

Ahí estaban los matadores, ataviados de forma singular, no solía ocurrir que todos portaran un traje de luces completo desde la montera hasta las zapatillas pero todos lo mínimo indispensable del traje, para ser considerado como de luces.  Los más afortunados tenían un traje de luces que para el aficionado fatuo y poco entendido en las circunstancias que rodean a cada tradición, le parecería una demostración de mal gusto y caería en el error de confundir esta corrida con una charlotada.

Los toreros ocupaban su sitio para ejecutar el paseíllo, como mandan los cánones, colocados según su antigüedad. Esta vez iban por delante, Mariano Escalante como Primer Espada: Terno rojo y oro, de oro a base de chaquiras y lentejuelas, zapatos deportivos blancos, y para cumplir lo más dignamente posible con el rito, la cabeza cubierta por una gorra de visera que aquí se le llama cachucha, era preferible esto a tener que hacer el paseíllo con la cabeza descubierta, eso sí que hubiera sido una falta de respeto hacia el público, no solo del torero, sino de los organizadores por haber contratado a alguien que a simple vista se le notaba que no chanelaba ni lo básico. Pobres, pero entendidos.

El Segundo Espada era Vinicio Alcocer, de azul con lentejuelas y chaquiras negras, zapatillas de ballet pintadas de negro y con sombrero cordobés; y para completar, en el medio, el más reciente en la fiesta, Carlos Cortés, de lila y abalorios dorados complementados por una auténtica montera, ¡Carlos Cortés hoy tenía una montera!, la única entre todos los matadores, ya nadie se fijó como había resuelto la papeleta de las zapatillas, daba igual, ¡llevaba montera!

Lo que se cumplía a cabalidad en todos los toreros, tanto en los de oro, como en los de plata, era el capote de paseo, esto sí se llevaba con elegante ortodoxia. Capotes que no le pedían nada a los capotes de los toreros de los primeros sitios del escalafón: todos de seda y maravillosamente bordados y adornados exquisitamente con listones, nunca faltaba en alguno de ellos la imagen de “la Morenita” o de “el Gran Poder” bordados magistralmente a mano, seguramente por alguna de las mujeres de su familia.

Las cuadrillas esperaban a que la banda empezara a tocar “Cielo Andaluz”, cuando se escucharon los parches y metales, los Maestros empezaron a avanzar y cruzar la plaza, el corazón de los dos chiquillos se extendía y se encogía apresuradamente, Chío tenía la suerte de aliviar los nervios moviendo al compás las manos magistralmente de forma cañí, Chavita se estaba quieto observando el paseíllo, él no movía las manos, pero su mente volaba y pensaba en los lances que iba a dar con su capote de mosquetero nada más que terminara la corrida.

Los mozos liberaron de las cinchas al cebú en forma experta, éste salió pegando brincos y arrancándose en una veloz carrera dándole vueltas al coso, entre los gritos desenfrenados de la gente, las voces que animaban a los toreros y alguna frase ocurrente de autoría anónima. Los capotes de brega empezaban a ejecutar la ya tantas veces vista coreografía de lances de fuera hacia el centro del ruedo para tratar de pararle patas al morlaco.

Empieza Mariano a tratar de arrancarle algún pase al ganado de encaste destinado a dar ricos filetes más que a lucir su bravura, pero Mariano estaba ya muy placeado y sabía lo que tenía que hacer para salvaguardar su vergüenza torera. Llegado el tercio de banderillas hizo lo que el público ya le reconocía como un Maestro: partió las banderillas a la mitad, se colocó una en la boca y esperó al de la giba (que no morrillo), a que entrara en jurisdicción, entonces, en forma suicida se la clavaba a su contrincante, luego, colocaba la otra de la misma forma, sólo entonces venía el reconocimiento del público.

Llegó el turno del de la montera, Carlos Cortés trató de ejecutar lances, con desigual suerte, las banderillas las colocó en la forma habitual y cuando llegó el tercer tercio, muleta en mano, con la montera puesta a buen resguardo bajo la vigilancia de sus compañeros, comenzó a tratar de ejecutar algún derechazo, una emocionada “mesticita” le gritaba repetidamente: ¡Carlos, ponte tu cachucha!

Esto hay que subsumirlo en el contexto: la aficionada en cuestión tendría como lengua materna el maya, por lo tanto, sería bilingüe por necesidad, es decir, aprender el castellano para poder sobrevivir en un país de habla aplastantemente hispana. Este proceso de aprendizaje de la segunda lengua, seguramente haya sido de la misma manera en la que aprendemos todos un segundo idioma: básicamente traducimos el vocabulario de la lengua de origen.

Si tomamos en cuenta, que la montera es una prenda que comenzó a evolucionar para incorporarse definitivamente dentro de la indumentaria taurina hacia el año 1830, aproximadamente, es fácil deducir que los ascendientes de esta taurófila no eran ya colonos de la Península, lo cual nos hace comprender que lo que no existe dentro de una civilización no cuenta obviamente con un vocablo para designarlo. Sabiendo ya esta relación vocabulario – elementos culturales, podemos darnos cuenta de que el término “cachucha” cumplía satisfactoriamente su cometido para denominar a la montera como tocado que cubre la cabeza.

Además de estas causas lingüísticas hay que considerar el hecho de que en este pueblo, pocas veces se haya tenido la oportunidad de ver a un torero con una montera real, y se sabía, por experiencia, que a lo mejor no iba a haberla hasta dentro de muchos, muchos años, por lo que la imagen era digna de detenerla el mayor tiempo posible para grabarla muy bien en la retina, por eso, la emoción de la taurófila en cuestión, estaba totalmente justificada.

El de la montera no se inmutó ante la petición de la aficionada, ocupaba todos sus esfuerzos y concentración para arrancarle al toro un pase a como diera lugar, el sudor formaba hilos que le recorrían el rostro, estaba empeñado en desquitar con pundonor la magra paga. Corazón de torero que tienen aquí muchos.

De pronto, sucedió, el público, automáticamente calló y observó. El astado entró en jurisdicción, Carlos, lo recibió, lo templó con un recorrido largo en el que lo llevó embebido engañándolo de forma tan magistral que por más que el cebú se empeñó en dar alcance al paño, el Matador le hizo creer durante todo el largo pase, que estaba a punto de tocarlo con los pitones, pero frustrándole este deseo a cada tiempo de su senda, resultando un pase muy largo y muy hondo.

El brazo estirado, los pies clavados en el albero, el pase terminó bien mandado; el grito de ¡ole! Sonó a un solo tiempo, retumbó y después el aplauso del público agradecido por saber reconocer el esfuerzo del diestro, aunque era poco probable que la casta del toro permitiera repetir un pase parecido, Carlos estuvo atento ante la codicia que había logrado despertarle al ganado con el engaño anterior.

El de la montera había conseguido que el toro se sintiera desafiado y ahora, lo nunca visto después de tantos años y haber visto tantos toros bregar en esta plaza, éste, el que le había tocado en suerte a Carlos Cortés, tenía una codicia que ni él mismo sospechaba, reponiéndose de su sorpresa, lo llevo de nuevo de delante hacia atrás con la mano derecha, larga y templadamente, el toro quería venganza y Carlos no le negaba la oportunidad.

Después de este pase de antología, el Matador tuvo la suficiente cabeza para completar la faena con alguno más de relumbrón y decidió que la hora de la Suerte Suprema había llegado, pues la naturaleza del toro era la que era y la casta demostrada era más de lo que se le podía exigir.

¡Qué momento este!, el que haya visto un cebú y una corrida de toros, puede imaginar el trabajo que le esperaba al espada; pero estos guerreros, con los reflejos que da la experiencia de haber recorrido ya muchas plazas de pueblo, habíanle cogido la maña al asunto, aunque no por eso dejaba de ser difícil y arriesgado. El Tercer Espada tomó el estoque y se perfiló, una voz aislada se oyó entre el público que fue acallada rápidamente al unísono por el resto de los asistentes, ¡respeto para el que se está jugando la vida por cuatro monedas!

El toro rodó sin puntilla, el público blanqueó la plaza con sus pañuelos, todos de tela, pues con lo que se podía cumplir ortodoxamente, se cumplía, un trapo blanco lo tiene todo el mundo en este pueblo, no hay pretexto para desentonar.

Entonces, antes de que el cuerpo de este último toro haya sido retirado, bajó al ruedo Pancho Cetina, vecino de este pueblo, e hizo lo que nunca nadie le había pedido pero que siempre hacía: llegó hasta donde yacía el cuerpo del cebú, se puso de cuclillas y se bebió la sangre que emanaba del cuerpo del animal, inmediatamente el Doctor Castañares, médico del pueblo y Don Juan Antonio, crítico taurino y padre de Chío, se miraron con cara de cansada desaprobación y con el sentimiento de resignación de haberle ya advertido siempre infructuosamente al vampiro, lo antigénico de su machada; al bravucón le daba igual, después de bebérsela hacía contundentes gestos como prueba de haber adquirido el poderío del vacuno.

Al término de la corrida, la gente empezó a desalojar la plaza y a ocupar la misma calle por la que llegó, ahora, el paso era más denso que el de una procesión, en un sitio u otro se ven a los toreros departir con algunos de los asistentes y ahí, rodeado por sus admiradores, estaba Carlos Cortés, el triunfador de la tarde, mientras esto sucedía, los astados ya estaban cumpliendo la última fase de su cometido, los diligentes carniceros ya habían dispuestos en los aledaños de la plaza, las mesas para despachar la carne de las reses al montón de gente que se había arremolinado junto al portátil mostrador.

Chava y la familia de Chío, también avanzaban al ritmo que la multitud les permitía hasta que llegaron a la altura de la casa del niño.

- ¡Don Juan Antonio! – saludó Don Salvador abriendo los brazos en forma sincera- ¡Pase usted! Tómese algo con nosotros y cuénteme qué tal los toros.

- Sí doña Mimí, pasen y tómese usted un cafecito conmigo, mientras su esposo y el mío hablan y los niños juegan.

- Gracias, muy amables.

Chan Chava fue rápidamente a por su “capote”, entonces los anfitriones pusieron música para alegrar la visita:

- ¿Qué te pongo Chío? ¿quieres bailar algo? Anda ¿sí? ¿nos bailarías algo?

La niña, que pocas ocasiones tenía para dar rienda suelta a su arte delante de un público, accedió de inmediato. Las notas musicales empezaron a sonar, Chan Chavita estaba ya con capote en mano, comenzó a ejecutar verónicas y reboleras, los dos pases que ya tenía bien afinados, animado por la música y por los asistentes, mientras Chío, comenzaba a ejecutar los pasos al compás del entrañable Juan Legido:

Cuando al mundo me trajo mi ma`re,

sin contar con mi menda pa` ná`,

me enseñaron algunos cantares que de ellos me valgo pa` no trabajar.

Yo no soy gitano canatero, no soy santañero, ni soy bailaor,

Yo camelo que tó` el mundo entero se quite el sombrero

lo mismo que yo.

Y entre palmas espontáneas y alegres se completó el día de fiesta, al día siguiente ambas familias asistirían puntualmente a la vaquería, que así se le llama a la jornada de danza folklórica, pero ninguna de las dos familias asistía nunca al baile que se daba el sábado por la noche, los Arámburu, dejaban esos vulgares espectáculos para el populacho y los padres de Chío preferían quedarse para no sobrecargar a la chichí con trabajos de niñera, que por su edad le costaba ya muchos esfuerzos realizar.

Sin embargo, la música del baile popular podía escucharse nítidamente desde las casas, y tanto Chan Chava como Chío escuchaban desde sus hamacas (que era en donde dormían la mayor parte del tiempo para aliviar el calor), el sonido del repertorio que llegaba hasta sus respectivos dormitorios:

Tuvimos un sirenito,

justo al año de casados,

Con la cara de angelito

Pero cola de pescado.

Tanto las hamacas como el sonido de las melodías eran las otras dos cosas a las que podía considerarse democráticas en el pueblo, todo el mundo tenía hamacas en su casa y a todos los niños les llegaban las notas musicales del baile.

Así escuchaban cumbias, cha cha chás, danzones, pasodobles, todas melodías conocidas y que animaban el ambiente formando una cadena musical, hasta que sin darse cuenta, Chava, Chío y el resto de niños, casi al mismo tiempo, se quedaban dormidos.


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